Siempre hemos admirado el amor de las madres. Y en especial, claro está, la ternura de nuestra madre, si hemos tenido la enorme suerte de tenerla. La madre es algo divino. Un ser humano maravilloso que le salió de lo más
precioso a Dios.
Pues
la función de la madre -si quiere ser como debe ser- es aceptar que los hijos
son engendrados en el dolor y en el amor durante toda la vida. Durante
toda la vida, entonces, ha de ser capaz una madre de atesorar en su corazón una
educación que comprenda la paciencia y la firmeza hacia la perla más querida de
su corazón.
¡Hay situaciones en la vida del hijo en que la madre no logra comprender lo
que le ocurre a su tesoro. Son situaciones dolorosas. Pero ella continúa amando y
protegiendo como puede a su hijo. Y la vida sigue proporcionándole cercanías y
alejamientos de su tesoro. Debe entender entonces que su hijo lo va engendrando ella,
pero lo debe ir ofreciendo. La madre se convierte en una oferente de sus hijos; los
debe entregar. Una tremenda grandeza.
Es comprensible que el dolor que siente por los alejamientos de los hijos le haga llegar a
decir: -Cuando la madre muera, ya no tendrás que comunicarte con ella. Pero
ahora, no te olvides de ella.
La madre posee así una tremenda grandeza. Difícil, con frecuencia, de
entender por los hijos. Algo podemos comprender si nos fijamos en María, la
madre de Jesús. Ella es un modelo de madre; sufre y medita en su corazón las cosas que no entiende de su Hijo. Pierde y recupera a Jesús. Disfruta con
aquello que muestre el tesoro de su corazón, su hijo. Pero siempre confía en
Dios Padre, cuyo plan es el amor, y así sí que vale la pena esperar todo de Él.
Vuestro amigo,
Francesc
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