La mentira de los
padres es tan frecuente y está tan
extendida que ni si quiera se nos
ocurre ver en ella una manifestación
patológica. Los padres mienten por
instinto, con frecuencia sin darse cuenta
y sin sentir, en general, ningún
sentimiento de culpa. Mienten indiferentemente
sobre temas de escasa importancia o
de notable gravedad.
Para pasar el tiempo, durante una jornada de tomas en un programa de televisión, charlaba con una jovencísima interlocutora: seis años de edad. Con mucha seriedad la niña me explicó que su mamá, que la había acompañado al estudio, estaba muy enferma. Dado que la señora me parecía que estaba en perfecto estado de salud, le pregunté a la niña qué problema tenía. “No lo sé”, respondió, “pero cuando esta mañana llamó a la oficina lo dijo así”.
Los padres pueden sentirse impulsados, por los motivos más diversos, con frecuencia absolutamente ingenuos, como mejorar su posición ante los hijos, embellecer con la imaginación la realidad de un mundo del que ellos no pueden apreciar el encanto por su inmadurez, etc. Otros padres inventan pequeñas historias a veces muy poéticas sobre Papá Noel, San Nicolás, ratoncitos que coleccionan dientes de leche y otros personajes imaginarios. Se trata de cuestiones importantes. Mienten casi siempre cuando hablan de dinero, política y religión y, con frecuencia, cuando se trata de sexo o de anatomía o fisiología en general.
Decid las cosas como son: Cuando sucede algo triste o feo la tarea de los padres no es ocultarlo, sino ayudar a los hijos a enfrentarse a ello. Hay que hacerlo del modo más sincero y más amable posible. Si el juguete que quieren cuesta más de lo previsto, se dice que es demasiado caro. Si se ha muerto el gato, se dice que está muerto, no que se ha dormido. Ser amable no significa mentir.
(1) Bruno Ferrero (Boletín Salesiano, Julio-Agosto del 2011). Extracto de su artículo El mandamiento de los padres.
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