Alabar a los que queremos es una experiencia que vivimos, si no
diariamente, sí muy a menudo. Por ejemplo, cuando mandamos un Wassap o algún
mensaje al mejor amigo, a la mejor amiga, no le podemos defraudar; no podemos
dejar de hacerla o hacerlo feliz, y por consiguiente, en nuestro mensaje no
dejamos de destacar sus cualidades, de felicitarlo(a) por sus proyectos, por su
familia, por sus éxitos y decirle que sus sueños son muy bonitos.
Esta forma laudatoria
de dirigirnos a los que más queremos, a los que comparten nuestra vida,
compañeros, hermanos, padres, amigos,
parientes … es como participar de su vida. Y sobre todo, es hacerlos muy
felices.
Esto no puede ser una actividad excepcional cada mucho
tiempo. Al contrario, debería ser una tarea de todos los días. A diario hemos
de ver lo positivo de quienes comparten de alguna forma la vida con nosotros, y
decírselo. La vida así será más bonita y nos sacará lo mejor de nosotros, a
nosotros mismos y a quienes felicitamos.
Hace poco se presentó un maestro, como de costumbre, a dirigir
un saludo al alumnado del colegio. Les hablaba de la paciencia, en qué
consiste, cómo no se debe confundir con el sufrimiento… Cuando acabó, desconocía que le había
escuchado una alumna de prácticas, antigua alumna suya, que le dijo: -¡Qué
bonito! El maestro se disculpó como pudo por esta alabanza, pero en el fondo –
nos ha confesado- este inesperado comentario le supo a cielo. Y es que quien
te quiere y a quien quieres, o simplemente, a quien te respeta, una alabanza
como esta no puede sino producir satisfacción, felicidad.
Esta actitud de alabar es tan universal que, de hecho, en la
religión, especialmente en la judía, hay una larga y abundante tradición de alabanzas
a Dios (1). Quienes profesan una relación con Dios, o con el Ser Supremo, alaban a
Dios, por su amor, por su protección, por el regalo de la vida y de la belleza
que ha desplegado en sus obras… esperando que esto le podrá gustar.
Cántico (de Judit)
(1) ¡Alabad a mi Dios con tambores,
elevad cantos al Señor con cítaras,
ofrecedle los acordes de un salmo de alabanza,
ensalzad e invocad su nombre!
Porque el Señor implanta la paz,
su nombre es el Señor.
Los salmos son precisamente unas alabanzas a Dios. Aunque a Dios no le hace falta que nosotros le hagamos feliz,
pues él es esencialmente feliz. Sin
embargo, esto de que nosotros no le podemos hacer feliz, no está tan claro.
¿Cómo no va a llenarse de felicidad un padre cuando su hijo o su hija le besa, le dice
cosas bonitas? Pues, lo mismo, el Señor nuestro Padre nos anima, por medio del
Espíritu, a llegar a expresar esa alabanza, ese balbuceo nuestro, que tanto le
debe agradar.
No dejemos de alabar, si queremos hacer felices a quienes nos quieren y a
quienes queremos. Sencillamente, también a quienes se acercan a nosotros con respeto. Es clave para vivir un cielo ya en la tierra.
Vuestro amigo,
Francesc.
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