San Valentín, que se celebra
por este mes, nos recuerda cada año a los enamorados. Creo que te puede dar una
pista firme para entender el enamoramiento, el acercarnos a la vida de unos
“enamorados” especiales, ¡los misioneros!
Si tienes la suerte de
conocer a algún misionero o misionera, seguro que experimentarás un cierto
orgullo por esa relación, por esa amistad. Porque la calidad de estas personas
suele ser, salvo rarísimas excepciones, de lo más alto que podamos ver en una
persona. Una persona que, dentro de su sencillez y normalidad, tiene unas
características extraordinarias. Características que intentaremos presentar en
esta reflexión.
El misionero, ¡claro que
tiene dificultades, problemas, padecimientos! ¡Claro que tiene que echar mano
del esfuerzo, de la lucha, porque está expuesto a la persecución, al ataque
trabajando como trabaja por mejorar la situación de la gente que atiende! Esto
siempre ha pasado. Además, el misionero se encuentra comúnmente en su labor, con
tal precariedad de recursos para llevar adelante su tarea, que esto le acarrea
preocupaciones añadidas…
Pero hay que decir que
también experimenta una gran alegría, imposible de describir en estas líneas, la
cual empapa intensamente su vida de felicidad. Felicidad que proviene de
entregarse totalmente a la gente que atiende.
Para alcanzar esta
entrega total, es necesario vivir una honda pasión por quienes se trabaja, por
quienes necesitan enseñanza, orientación, ánimo; por quienes están viviendo o
malviviendo con falta de alimentación, de condiciones sanitarias, de nula o
escasa escolarización…; por quienes de cualquier modo se encuentran deprimidos.
La verdad es que la respuesta de estas personas atendidas suele ser
encantadora, dentro de su sencillez. Y esto ya proporciona una compensación y
un aliento en la dura labor.
Para llegar a ser
considerado misionero hace falta haber experimentado una conversión; haberle
dado la vuelta en positivo a los valores de la vida personal. Puede, incluso,
haber sido esta, una conversión dentro de otra conversión, como le pasó a la
Madre Teresa de Calcuta. Ella, albanesa de nacimiento, ya era misionera de la
congregación de Loreto en un colegio de Calcuta (primera conversión), cuando
escuchó una nueva llamada (segunda conversión) a salir de esa tarea de colegio -del
todo estupenda- para dirigirse con pasión a la labor inaplazable de remediar a
los más pobres de los pobres, abandonados por las calles de Calcuta.
Total, que hay etapas en
la vida en que una voz nos llama a reenamorarnos. Y no solo para ser de los
misioneros o misioneras como normalmente los entendemos -tan estimados por
nosotros- sino a ser una mujer o un hombre renovados, otra vez nuevos.
Cuando esa voz nos llama
a salir de nosotros y a desplegar totalmente lo que llevamos en el corazón,
para luego volver por lo general a lo nuestro –como madres, padres, esposas,
esposos, estudiantes, trabajadoras y trabajadores, abuelos, amigos, empresarios,
novios, compañeros…- pero “arriesgándolo todo por quienes nos necesitan”… ¡Eso
no es una desgracia! Esto es una suerte y una esperanza. Aunque sufriremos con
toda seguridad, aunque habremos de luchar… ¡también es absolutamente verdad que
seremos inmensamente felices y que con este nuevo enamoramiento haremos felices
a tantos otros!
Nada. Amiga, amigo, esa felicidad
del reenamoramiento –aunque puede ser también del primer amor- es la que te
deseo de corazón.
Tu amigo
Francesc
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