Los Apóstoles
le pidieron al Maestro: -Enséñanos a orar. Y de esa petición nació el
Padrenuestro. Dicen que con solo las dos primeras palabras de esta oración
podríamos orientar bien nuestras súplicas: dirigiéndolas a quien es Padre nuestro,
Padre de todos.
Sin embargo, sucede por
lo general que nos cuesta mucho orar. Porque no sabemos, no encontramos el
tiempo o, algo más negativo aún para intentar nuestra oración: ¡no tenemos
ganas! Y si nos disponemos, saltando estos obstáculos, a orar hemos de admitir
que nos horroriza hacer silencio interior, pues no estamos acostumbrados y nos
imaginamos tener que entrar en un túnel oscuro y triste. Nos hace falta,
además, un lugar donde estemos en paz…
Aún así, contando con que
hemos superado todos estos inconvenientes, tenemos que confesar que con
frecuencia hablamos demasiado con los labios y no dejamos que hable el corazón.
La oración no es solo de
petición. Existen otras clases de oración: de dar gracias, de expresar admiración…
Pero casi siempre la oración que tenemos en el corazón es de petición. En
ocasiones no sabemos pedir, porque “una” de las cosas más esenciales que
deberíamos pedir, que es el amor, la olvidamos: no pedimos sentir el Amor de Él
en nosotros, ni tampoco que llene nuestro corazón del amor que nos hace falta
para convivir con los demás.
Pero cuando se saltan de
golpe todos estos obstáculos para orar, es en el momento en que nos aprieta la
necesidad. El dicho español nos lo dice con toda claridad: “Si quieres aprender
a rezar, métete en el mar”; que nos da a entender que orar es una necesidad, y
que se siente así sin más cuando la vida nos aprieta de verdad. Pienso que la
anécdota que sigue nos ayudará a
comprenderlo todavía mejor:
“Cuentan que a un maestro
del espíritu, uno de sus discípulos le pedía, siempre que terminaba la lección,
que le enseñara a orar. El maestro no le hacía caso y se marchaba sin más. Pero
el discípulo no cejaba en su petición: -Maestro, dime cómo tengo que orar.
“Sucedió que un día que
hacía calor, el guía espiritual le dijo al discípulo: -Ve, consíguete una
toalla y regresa. Al volver el discípulo con la toalla, el maestro le invitó a
que lo siguiera. Recorrieron un largo camino, al final del cual había un río.
–Tienes que bañarte en él, -le ordenó el guía. El discípulo lo hizo. Y en un
descuido del nadador, el maestro lo tomó de la cabeza y lo sumergió fuertemente
sujeto en el agua. El discípulo no podía respirar y pateaba y movía los brazos
para zafarse de su captor.
“Después de un minuto, finalmente,
el guía lo soltó, quedando el discípulo en una situación tal, que más que
respirar mascaba el aire con una necesidad imperiosa. Cuando se serenó, el
maestro le acercó la toalla. Y al acabar de secarse, le dijo: -Mientras no
sientas la necesidad de orar como has sentido ahora la necesidad de respirar,
no sabrás orar”.
Amiga, amigo, en las
primeras jornadas de un camino que en cristiano llamamos cuaresmal, te invito
–a mí el primero, por supuesto- a peregrinar por él, captando sus muchos
valores, uno de los cuales es sin duda la mejora de la oración.
Vuestro amigo,
Francesc
Si quieres escribir tu comentario, te puede ser útil que sigas estos pasos:
ResponderEliminar-Selecciona en el menú de "Comentar como" el modo: Nombre/URL
-Escribe en el espacio Nombre, el nombre que desees
-Clica "Continuar"
-Luego, clica en “Vista previa” y resuelve las letras que aparecen
-Y publica el comentario
Gracias por todo
ResponderEliminar