En el
anterior artículo sobre el perdón (“Saber perdonar”) es posible que se
reflejara con más fuerza el aspecto de conceder el perdón que el de pedir
disculpas a quien hemos ofendido. O al menos, no se trató de manera tan directa
qué implicaciones tiene acercarnos a quien hemos faltado para decirle: -¡Perdóname!
Esta situación es lo que pretende iluminar en lo posible la presente reflexión
quincenal.
Realmente nos cuesta
pedir perdón. Nos cuesta presentarnos con nuestras reconocidas faltas a alguien
que nos puede considerar impresentables. Nuestro orgullo y dignidad no nos
dejan.
Y es que tenemos hasta
cierto punto razón de pensar así. Porque poseemos, a pesar de nuestro desliz,
estupendas cualidades, sobrados actos que demuestran actitudes maravillosas.
Estas no se pueden haber deteriorado tanto por un error puntual, por una
equivocación o una desmesura nuestra.
Además, nos cuesta pedir
perdón porque a quien vamos a pedir perdón, ¿lo vamos a encontrar con una
actitud comprensiva, que nos valore adecuadamente como merecemos, aunque
hayamos tenido un error?
Y lo que decimos es
verdad, ya que la persona es mucho más que sus errores. Decía un obispo que la
verdadera confesión no era la del listado de los pecados (confesión de la
culpa), sino que era necesario incluir en ella otra lista, la de la “confesión
de alabanza”, la de nuestros actos dignos de ser admirados, merecedores de reconocimiento.
En una ocasión un
educador había aplicado un castigo colectivo a un grupo de jóvenes. ¡Ya está
bien, -se justificaba- tanto desorden, cuando acabo de pedir que por favor hagáis
silencio, tengáis paz y serenidad para poder realizar la actividad que tenemos:
terminar de ver una película estupenda! Y el desorden seguía -¡Pues no la
veremos!, -sentenció, enfadado.
No estaba, con todo, muy
convencido de la decisión que había tomado. Siempre en los castigos colectivos
hay un trato injusto para con las personas que nada tienen que ver con ese
desorden acaecido.
La forma en que se acercó
a la sesión siguiente la muchacha, le desarmó totalmente: su serenidad, la
manera de sonreír, esa confianza de quien conoce, adivina que lo mejor para el educador
y para el grupo es lo que pide: -¿Vemos la película? -¡Claro que sí!, -respiró
el educador aliviado-, estaba esperando que alguien me lo pidiese.
Tal vez el perdón no tiene
por qué pedirse solo a quien es totalmente justo, como tampoco lo es totalmente quien lo solicita.
Pero es que no se trata de justicia pura. La petición de perdón no es difícil
cuando se maneja el corazón, cuando nos acercamos a la persona a quien se lo
pedimos, adivinando que su corazón nos dirá: -Ante todo te quiero.
Tu amigo,
Francesc
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