Leía hace poco que las arrugas de las personas mayores tienen un valor y un encanto especial. Pues son signo de su edad, de que han pasado por experiencias de todo tipo. Y mientras iban cumpliendo años, el paso del tiempo iba dejando huella en el cuerpo. Una huella que debería no avergonzarnos. ¡Todo lo contrario! Ser como los galones, las galas de no de haberse dejado vivir, sino de haber vivido mucho.
Lo mismo,
esos cortes, esas heridas en la cara o en el cuerpo, signos de cruentas
experiencias…
Supo mal que
se dijera de una persona consagrada a la educación y a la enseñanza que se le
había agriado el carácter. Y esto, casi al final de su carrera. La razón que se
daba era que ya no podía soportar las inadecuadas conductas de sus alumnos.
Pero no se
transmitió con mayor fuerza que este maestro había vivido muchos años
preparando el futuro para tantos alumnos. Y que después de este largo tiempo,
había sufrido un agotamiento. Habría sido, sin duda, esta una visión más
correcta y verdadera del maestro.
Y ahora que
los cristianos acaban de celebrar la Pascua, se ha podido contemplar que Jesús,
resucitado después de su muerte en cruz, también va mostrando sus estigmas, sus
heridas con gloria.
Cuando
Tomás, el apóstol al que le cuesta reconocer la resurrección del Maestro,
coloca sus dedos y su mano en las heridas que le muestra y le ofrece Jesús… No
tiene más remedio que creer. Esas heridas que enseña Jesús son las verdaderas
señales de su amor entregado y comprometido –su gloria- hasta dar la vida.
Tu amigo
Francesc
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