Zaqueo era publicano en Jericó. Más preciso todavía, jefe de
los recaudadores del impuesto del Imperio romano. Por tanto, era odiado por los
judíos a quienes recaudaba para los ocupantes de su nación. Es más, sabían de
sus engaños, de las injustas denuncias a los pobres que no podían pagar…
Por
eso, ser publicano era ser despreciado y considerado pecador. Como dice un
amigo, tampoco hay que escandalizarse tanto, pues todos somos pecadores:
Soy como Zaqueo, Señor,
aunque no soy
publicano,
sí soy pecador.
Y el mismo Papa Francisco lo dice de sí mismo: Soy un
pecador.
Zaqueo, a pesar de su importancia económica; era rico. Sin embargo, no tuvo más remedio que subir a una higuera para ver pasar a Jesús. No solo porque era bajito, sino porque era tímido para encontrarse con el Maestro.
Y se le remueve todo su ser cuando Jesús le mira, y le dice: -Zaqueo,
baja, que quiero comer contigo en tu casa. La iniciativa es, pues, de Jesús.
Si nos acercamos al corazón de Zaqueo, a lo que él es en su
desnudo interior, podemos sacar una increíble conclusión de este
relato. Tengamos en cuenta para ello, que el evangelista Lucas no escribe texto
sin puntada. Sobre todo hablando de los pobres, los enfermos y los pecadores. Y
la verdad es que este relato nos confirma que se ha de acentuar más la bondad,
la misericordia divina que el Padre tiene única e incomunicable por ti, que el
esfuerzo que tú hagas por mejorar.
Que ciertamente, ser tan amado por tu Creador -un amor único
e íntimo- es un regalo, más que una conquista.
Tu amigo,
Francesc
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