Está todavía
reciente el día de la madre, al menos por estas latitudes donde me muevo. Ese
amor de entrega, de protección del hijo, si fuera necesario hasta dar la vida,
se asemeja a lo que entendemos de Dios: “Aunque una madre se olvidara del hijo
de sus entrañas, yo nunca me olvidaría de ti”.
No hace
mucho pudimos recibir ese estremecedor vídeo en que a una madre le presenta el
médico los dos gemelos que ha alumbrado en el parto; el uno llora y se mueve;
está vivo. Pero el otro está muerto.
La madre,
sollozando amargamente toma a su hijo muerto, lo estrecha con esa hondura de
madre que ni siquiera podemos imaginar. Pasan unos tensos segundos… hasta que
vemos que la manita del bebé se mueve… su cara se va llenando de sangre y de
vida. ¡La fuerza del amor de su madre lo ha vuelto a la vida!
El vídeo
puede haber sido escenificado. Pero aquello que queda patente, con todo, es el
amor hasta el final de una madre por su hijo.
El amor de
la madre es un trasunto del amor de Dios. Ambos aman sin pedir nada a cambio.
Atienden todas las necesidades de sus hijos. No tienen otra preocupación sino
que sean felices.
Sean buenos
o se dejen llevar por malos caminos, siempre tendrán asegurado –en este último
caso, entre lágrimas- el amor de la mamá.
Vuestro
amigo,
Francesc.
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