Con mucha
frecuencia reconocemos el parentesco de las personas. En unas primeras
comuniones, en un restaurante adivinamos… ¡anda!, esa chica, pues, no hay duda,
es hija de esta mujer, si es que el pelo, las mejillas, la sonrisa ¡son los
mismos! Hasta incluso un pequeño de dos años, ¡mira qué pose este retaco!, si
es clavado a su abuelo, en la manera de plantarse, ¡con los brazos cruzadas a
la espalda!
Pero si los cristianos afirman que Dios es
nuestro Padre ¿Cómo nos parecemos a él? ¿Por el pelo?, ¿por la sonrisa, por
nuestra pose? Claro
que no. -Nos parecemos por el amor; en nuestra capacidad de
amar.
Como
conclusión, amiga, amigo se saca que el mayor valor que tiene la persona es su
capacidad de amar. El amor es divino, porque así es la vida de Dios, y como tal,
no pasa.
Por tanto, su
energía, su fuerza no tiene ni comparación con toda la potencia de una bomba,
de cualquier arma, sea esta mental o física. Si lo supiéramos los mortales, no
nos amedrantaríamos ante cualquier embestida que funcione con armas de fuerza. La
transformación más positiva de las cosas, de las personas, de la vida la da el
amor. ¡Qué bien lo saben quienes
trabajan con casos difíciles de niños, de jóvenes! Un gesto de amor sincero -un abrazo, unas palabras llenas de ternura- es la mejor terapia.
El obispo auxiliar de Alicante, de hace unos cuantos años afirmaba que nos parecemos a Dios en el amor. Administraba la confirmación a unos jóvenes que coincidía con la celebración del misterio de la
Santísima Trinidad. Un misterio que, en este aspecto del amor se ilumina, se hace visible, pues nos descubre
que la Trinidad, precisamente, es una comunión de amor entre el Padre, el Hijo
y el Espíritu; una vida Trinitaria por la que fluye el amor como fuente
de cada persona para las otras dos y
como acogida del amor dado por las otras dos.
Una feliz sorpresa:
¡Dios no es un Dios solitario! Dios ama; está el Padre que ama a las otras dos
personas de la Trinidad, a su Hijo muy querido y al Espíritu de Amor. Y a su
vez, las tres personas aman y son amadas. Justo lo que todos deseamos, que nos
quieran y que podamos quererlas, sintiendo esa respuesta de amor que nos
conmueve de felicidad.
Visto a Dios
así, no aceptamos otras formas de representarlo: como juez, como castigador,
como lejano y frío. Él se conmueve de sus hijos, salva su vida y les ofrece una
vida para siempre, llena de felicidad.
Tu amigo,
Francesc
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